domingo, noviembre 23, 2008

Claudio Nazoa, Caracas lo hace feliz

Como empleado público trabajó en El 23 de Enero, y como humorista lo hizo en todos los botiquines de esta ciudad, a la que ama porherencia familiar


Por Johan M. Ramírez
Foto: Natalia Brand





'Soy un caraqueño militante… como mi papá", dice de buenas a primeras Claudio, hijo del ilustre, del poeta, del gran Aquiles Nazoa, cuyo amor por la capital fue tan grande que no alcanzó a gastarse en una vida, y tuvo que heredarlo su hijo. Con su padre, lógicamente, aprendió a querer a esta ciudad, conoció sus rincones, descubrió El
Ávila en inolvidables excursiones familiares, y, aun en la distancia impuesta por
la dictadura, el joven fue formado en el amor "fanático" a Caracas.

"Cuando yo era niño, en tiempos de Pérez Jiménez, nos exiliamos en Bolivia tres años; pero te digo algo: durante ese tiempo jamás dejamos de vivir como caraqueños".

Caído el régimen en 1958, los Nazoa regresaron a la capital, y su entorno, como siempre, siguió llenándose con la estirpe artística de la época. "En mi casa nunca faltó un escritor, un pintor... yo crecí en medio de Jacobo Borges, Régulo Pérez, Alirio Palacios, Carlos Cruz Diez", enumera.

Con el tiempo siguió los pasos de su padre: se hizo humorista. Entonces recorrió los botiquines de Caracas con sus presentaciones. Los de la Baralt, recuerda, "son candela pura. Nunca olvido El Lobito, ¡qué bicho tan difícil! ¡Era un sitio horroroso... lo es todavía!", afirma. Aquella era la manera de ganarse la vida y, según confiesa, la forma de aprender a hacer humor genuino: "Es que lograr la risa en un botiquín es digno de admiración".

Así, pues, tanto en bares como areperías identifica el entorno justo para representar a Caracas. "En esos sitios converge todo tipo de gente. Si quieres mostrarle la ciudad a un turista, llévalo a una arepería a la una de la mañana. Allí encontrarás a los que vienen de las funerarias, de los matrimonios, los que comieron sushi y quedaron con hambre; esos son sitios fantásticos porque reúnen a la capital entera", asegura.

A fin de cuentas, es esa vida urbana la que influyó en su decisión de hacerse humorista. "Para ponerlo facilito: yo viví varios años en Villa de Cura, Aragua. Si me hubiese quedado allá, sólo habría sido un echador de broma. 'Ese tipo es un chalequeador', diría la gente. Al venirme a Caracas todo cambió".

Pero hace años, lejos de las luces y los escenarios, fue empleado público. Trabajando para el Consejo Nacional del Niño dirigió un taller de artes plásticas en El 23 de Enero, hasta que, paulatinamente, descubrió en la ciudad lo que el común de la gente no veía, y entonces, por decirlo, ahora le pagan. "Yo no cuento chistes, sólo hablo de la realidad caraqueña", señala.

Por ejemplo, aunque a todos nos disgustan los huecos, yo veo en ellos una gran utilidad. Para dar mi dirección sólo digo: 'Llega a La California, y cuando veas un hueco grandote en la esquina, cruza a la derecha, vas a encontrar una cloaca que huele hediondísimo, al frente, ahí vivo yo', y la gente llega sin 'pele'", dice.

Asimismo, prefiere divertirse con los motorizados que pelearse con ellos, aunque todavía se pregunta por qué cuando pasan al lado de los carros, van insultando a casi todos los conductores. "Es increíble que esa gente nos tenga rabia y uno ni siquiera sepa por qué", apunta.

Por eso, prefiere salir a pie. A veces usa el Metro, y, a pesar del "amuñuñamiento", le satisface saber que va más rápido que la gente que anda en las calles con sus carros de lujo.

A todas luces, en Caracas se ríe, se nutre, y encuentra la materia prima de su oficio. Tal vez por eso declara, sin lugar a dudas, que en esta ciudad es un hombre "absolutamente feliz".

Asistente de fotografía: Anita Carl



Fuente: Revista Estampas 04/03/08

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